No importa cuántas veces las veas, las auroras boreales (y su equivalente en el hemisferio sur, la aurora austral) son un espectáculo etéreo e impresionante. Danzan silenciosamente en la atmósfera superior de la Tierra, formando láminas iridiscentes de luz verde y roja, o a veces azul y púrpura o de otros colores.
Aunque son comunes en las regiones polares y subpolares, a veces pueden verse auroras en latitudes más bajas, como ha sucedido recientemente en lugares tan meridionales como Florida e Inglaterra.
Cada año en Canadá, Alaska, así como en Suecia y otros países escandinavos son destino de miles de turistas que buscan ver uno de los fenómenos más fascinantes de la naturaleza: las auroras boreales. Las formaciones lumínicas se producen a partir de partículas de los llamados «vientos solares» que, al mezclarse con el nitrógeno, el oxígeno y otros elementos de nuestra atmósfera, emiten luces de espectaculares e intensas tonalidades.
Sin embargo, cuando los vientos solares alcanzan mayores dimensiones, pueden resultar dañinas. Por ejemplo, se habla de tormentas geomagnéticas cuando las partículas interactúan con el campo magnético de la atmósfera terrestre. Eso puede dañar infraestructura espacial y obstaculizar importantes proyectos tecnológicos, como lo es el de llevar internet al espacio a través de la red de satélites Starlink (empresa que perdió decenas de satélites en febrero de 2022 a causa de una gran tormenta geomagnética).
Es necesario, pues, entender mejor el llamado «clima espacial», incluidas las tormentas solares. Así, el propósito de inducir auroras boreales artificiales es recabar datos para eventualmente poder predecir la formación y comportamiento de las tormentas solares.
Aurora boreal y fuente de datos
Pero, ¿cómo se logra una aurora boreal artificial? Hace semanas, el Instituto de Física Espacial de Suecia lanzó un cohete que, al alcanzar una altura aproximada de 240 kilómetros, liberó un cargamento de ocho barriles de bario. En contacto con los elementos de la parte superior de la atmósfera, el metal blando entró en combustión, cambió de color y creó una nube de coloración verde.
Se espera que los datos recabados durante el lanzamiento ayuden a prevenir daños a satélites utilizados en el monitoreo del clima. Pero sobre todo, se pretende dar a las misiones espaciales con satélites una mayor certidumbre de que no se verán afectadas por tormentas solares.
Por lo pronto, la información a partir de las autoras boreales artificiales de Suecia ya sirvió para calibrar instrumentos y cámaras. Así se observará con mayor precisión el «clima espacial» y posiblemente, en un futuro próximo, anticipar posible anomalías en los vientos solares que alcanzan la atmósfera terrestre.
¿Y a todo esto porque se llaman así y por que se forman?
El astrónomo italiano Galileo Galilei acuñó el término aurora en 1619 en honor a la diosa romana del amanecer, creyendo erróneamente que se trataba del reflejo de la luz solar en la atmósfera.
En realidad, tanto la aurora boreal como la austral se deben a la interacción de los gases de la atmósfera terrestre con el viento solar: una corriente de partículas cargadas eléctricamente, llamadas iones, que salen disparadas del sol en todas direcciones.
Cuando el viento solar llega a la Tierra, choca contra el campo magnético del planeta, produciendo corrientes de partículas cargadas que fluyen hacia los polos. Algunos de los iones quedan atrapados en una capa de la atmósfera llamada ionosfera, donde chocan con átomos de gas (principalmente oxígeno y nitrógeno) y los «excitan» con energía extra. Esta energía se libera en forma de partículas de luz o fotones.