Alzheimer

La enfermedad de Alzheimer, llamada así en honor a Alois Alzheimer, patólogo y psiquiatra alemán que en el lejano 1906 describió por primera vez a este padecimiento, es la más común de las demencias, teniendo en cuenta que la demencia es un padecimiento que afecta directamente funciones cognitivas tan vitales como la memoria, la orientación, el reconocimiento de personas y objetos y la práctica de actividades de la vida diaria como el vestido, la alimentación y las relaciones sociales.

Una descripción sencilla del proceso de deterioro que el cerebro sufre ante esta enfermedad es el “encogimiento” del encéfalo debido a la formación de placas anormales de proteína y “nudos” en las fibras nerviosas, que son las que permiten la comunicación entre las neuronas y el desarrollo de nuestras funciones cerebrales.

La enfermedad es paulatina, crónica y degenerativa y hasta ahora, irreversible. Los factores de riesgo más conocidos son la edad (a mayor edad, mayor riesgo), el sexo (suele presentarse más frecuentemente en mujeres a causa de la pérdida del factor neuroprotector estrogénico posterior al climaterio), la carga genética (es más común en personas con familiares directos que la hayan padecido), traumatismos y factores de riesgo más específicos como el tabaquismo, la obesidad, la diabetes, el colesterol alto, la hipertensión arterial y la exposición a tóxicos en los alimentos y en el ambiente. Los medicamentos pueden atenuar algunos síntomas, pero, sobre todo, el entorno inmediato es el que puede tener influencia ante el curso que la enfermedad tomará para cada persona.

La progresión de la enfermedad de Alzheimer está bien identificada. La primera etapa se presenta, con variaciones de acuerdo con la agresividad de la enfermedad y la esperanza de vida particular, de los primeros dos a ocho años de haberse manifestado. En esta etapa tienen lugar los primeros efectos cognitivos como la pérdida de la memoria reciente, la desorientación en tiempo y espacio y la afasia, que es la dificultad para expresar verbalmente lo que se desea.

También pueden presentarse inquietud y agitación, especialmente porque la persona conserva aún un importante grado de conciencia sobre sí misma y sobre los cambios que está sufriendo, que la vuelven insegura y le causan angustia porque, si es conocedora de su diagnóstico, sabe que la enfermedad irá causando estragos hasta que pierda por completo el control de ella misma.

La segunda etapa puede afectar directamente la producción del lenguaje y el reconocimiento de personas que solían ser comunes a la vida diaria (agnosia) e incluso dificultad para la realización de tareas funcionales que se tenían muy automatizadas como el vestido, la alimentación y los movimientos cotidianos intencionados (apraxia), carencias que vuelven al paciente dependiente y aislado de su entorno.
La tercera etapa es tan variable en el tiempo como años de vida alcance la persona, pero suele caracterizarse por pérdidas de funciones básicas como el aseo y la alimentación, al grado de que, en muchas ocasiones, el fallecimiento viene por el deterioro físico y mental, y la anulación del instinto básico de supervivencia.

Según datos de la Organización Mundial de la Salud, en 2015 la enfermedad de Alzheimer era padecida por 50 millones de personas en el mundo, pero se prevé un rápido incremento de esta tasa para 2030 (que se estima de 150 millones a nivel mundial y 1.5 millones en México) y en este fenómeno el envejecimiento poblacional y la exposición a los factores de riesgo señalados juegan un papel primordial.
El grave peligro de este aumento es sin duda su impacto en la salud pública y el severo daño causado en el entorno de los pacientes y para las vidas de sus cuidadores, que suelen ser desatendidos a pesar del grave desgaste que padecen, en muchas ocasiones sin la posibilidad de contar con apoyos emocionales ni instrumentales y que desarrollan también síntomas psicológicos como ansiedad, depresión, soledad, abatimiento y desesperanza.

¿Es posible prevenir el Alzheimer?
Por su naturaleza, esta enfermedad es difícil de prevenir, y una vez presente, casi imposible de detener. Sin embargo, si se atiende a los factores de riesgo antes mencionados y se tiene identificada la posibilidad de identificar la predisposición genética a padecerla, ciertas acciones de nuestra parte podrían representar algún efecto protector para nuestro cerebro en general o para posponer la edad de inicio de algunas enfermedades.

Estilos de vida saludables como conservar un peso adecuado, evitar fumar, monitorear la salud cardiovascular, evitar traumatismos, practicar algunos ejercicios de funcionamiento cognitivo e incluso, recomendaciones tan específicas como la dieta mediterránea serán sin duda fuertes aliados para que cualquiera de nosotros conserve el adecuado funcionamiento de ese órgano increíble llamado cerebro y que es el medio por el cual la vida humana como la conocemos puede desarrollarse. Conociendo más sobre esta enfermedad, podremos, no sólo cuidar nuestra salud de una manera más consiente, sino ser más empáticos ante todas las personas que son afectadas por esta enfermedad (pacientes y cuidadores) y salir de nuestra indiferencia ante el problema.

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